Patricia nació con una enfermedad renal que invalidó uno de sus riñones y el otro le dejó una funcionalidad del 40%. A eso se le unió un problema de vejiga, por lo que desde pequeña necesitaba sondarse para vaciar su vejiga.
Ella y su hermana, cuatro años menor, nacieron en Málaga. Desde su infancia tuvo que ir con frecuencia al hospital Materno-Infantil de la ciudad en la que le trataban varios médicos, entre ellos un urólogo, el Dr. Carlos Miguélez Lago. Sin embargo, su madre empezó a dejar de llevarla a las consultas médicas y, cuando ella tenía 6 años, las abandonó.
Tras pasar dos años con su abuela materna, los servicios sociales decidieron que lo mejor para las dos niñas era ingresar en un centro de acogida porque los cuidados no estaban siendo buenos y la situación no era la adecuada para ellas.
“A los 11 años empeoró mi salud y tuve que ingresar en el hospital. Allí me encontró de nuevo el urólogo que me estaba tratando de pequeña. Le impactó mi situación y decidió, tras hablar con su mujer y sus dos hijas, adoptarnos a mí y a mi hermana. Nos salvó la vida”, explica desde Sevilla, ciudad donde vive desde hace 9 años con su pareja.
El momento de la adopción podría haber sido el punto final de las dificultades para Patricia, por lo menos en cuanto a la parte emocional. Sin embargo, tal y como señala ella, la adopción es cosa de dos partes, el niño también tiene que adoptar a su nueva familia y “ese proceso para mí fue psicológicamente muy complicado, porque se mezclaba con mi enfermedad y porque yo no aceptaba a mi nueva familia”.
A los 15 años, Patricia empezó con la hemodiálisis y entró en lista de espera para un trasplante de riñón que llegó al año. Sin embargo, ser adolescente de una familia a la que no había aceptado y liberada de la diálisis hizo que se olvidara de cuidar su salud. “No hacía caso, pensaba que ya estaba curada y no tomaba el tratamiento que me indicaban los médicos. Eché a perder mi nuevo riñón”, reconoce.
Así que, a los 19 años, volvió a la diálisis, terapia en la que estuvo durante 7 años más, hasta que llegó un segundo riñón en 2010. “Me duró solo dos años, porque caí enferma, me infecté de un virus de origen animal y desarrollé una enfermedad muy rara que me generó fiebre de 40 y 45 grados y eso dañó el injerto. La relación con mis padres seguía sin ser buena y caí en una depresión. El riñón dejó de funcionar en 2012”.
Fue entonces cuando al regresar a la diálisis y comenzar con terapia psicológica, empezó a encontrarse mejor. Poco tiempo después, una noche de fiesta, conoció al que es ahora su pareja mientras bailaba.
El inicio de esta relación fue un revulsivo para ella, porque tras dos años de relación a distancia, ya que él vivía en Sevilla, empezó a preparar toda la documentación necesaria para solicitar una pensión por discapacidad y se trasladó a la capital andaluza para empezar otra vida.
Casi 10 años después de ese cambio de residencia, Patricia cuenta cómo cambió su perspectiva en casi todo lo relacionado con su vida laboral y familiar. “Empecé a estudiar, me saqué el título de técnico en cuidados auxiliares de enfermería y también mejoró mi relación con mis padres. Por fin conseguí llevarme bien con ellos. Estoy muy agradecida por todo lo que hicieron por mí”.
Actualmente, mantiene esa buena relación con su madre y hermanas. Su padre murió hace cuatro años. Y, siempre que puede, viaja a Málaga y Madrid, donde vive una de sus hermanas, para pasar un tiempo con su familia. “Viajo los fines de semana, que no tengo diálisis, y si veo que voy a pasar más tiempo, gestiono los trámites para poder dializarme allí donde voy”.