El primer día, a las seis de la tarde, cogí el autobús hacia Ourense, una ciudad a unos 50 kilómetros de la frontera del norte de Portugal. Ese mismo día me había dializado por la mañana y había recibido la confirmación del último centro de diálisis donde tendría que dializarme durante la peregrinación. Al bajar del autobús a las seis de la mañana, al día siguiente, me encontré con una pareja de españoles que también iban a Santiago. Decidimos emprender juntos el viaje y cuando llegamos a la Catedral de Orense, sellamos por primera vez nuestro „pasaporte de peregrino“.
La primera etapa que recorrimos, 22 Km, fue dura pero mereció la pena. Fuimos conociendo más personas, y el grupo fue aumentando de tamaño. Aquel día una señora nos invitó a comer en su propia casa. Para mí fue ¡la mejor ternera que había comido en mi vida!
Esa noche, en el albergue, todo el mundo estaba planeando el siguiente tramo de la ruta, pero tuve que despedirme, ya que me dirigía a un albergue a tan sólo 12 kilómetros de distancia, desde donde yo podía ir al hospital más cercano para la diálisis. Cuál fue mi sorpresa, que cuando regresé de mi sesión de diálisis me encontré que el grupo que había formado tan solo un día antes, estaban sperándome. Habían decidido no seguir el camino sin mí, a pesar de que alguno de ellos no conseguirían llegar a Santiago en la fecha que tenían programada.
Desde ese día todo discurrió de la misma manera. Nos ayudábamos todos, se respetaba al que guardaba silencio, los más adelantados compraban y preparaban la comida para cuando llegara el resto. Los días que yo iba a diálisis se hacía una ruta mas corta para estar al mediodía en el albergue, me esperaban por la tarde para la cena, y compartíamos charlas y risas con otros peregrinos.